Este era un señor sin dientes, en el trabajo le decían la ciruela y en su casa nadie le hablaba, era de esperarse pues vivía solo porque no tenía dientes, ni dentadura que llenara el vacío en sus encías.

Todas las mañanas el Sr. Ciruela (como yo acostumbro llamarle ahora) se despertaba y se ponía sus pantuflas, como todos los demás; se estiraba y trataba de tocar el techo, como la mayoría de la gente; sin alejarse mucho de su cama tomaba un vaso de jugo de manzana, como algunas cuantas personas; leía la sección de esquelas de defunción, como pocos morbosos; finalmente, antes de bañarse y vestirse, se lavaba las encías como muchos chimuelos en el mundo.

Lo que hacía especial al Sr. Ciruela es que como pocas pero muy pocas personas en el mundo, éste hombre peculiar podía pasar horas frente al espejo haciendo muecas para su propia diversión. El Sr. Ciruela no tenía dientes, pero tampoco tenía libros ni televisión ni juegos de mesa ni ningún otro pasatiempo que fuese más reconfortante como burlarse de su reflejo en el espejo.

La cara de bolillo que consistía en extender su mandíbula hacia el frente y atrapar su labio superior dentro del inferior, sonreía en sus adentros (porque en sus “afueras” era un poco difícil) y ejecutaba la siguiente mueca. No tenía un orden lógico de ejecución sin embargo, el juego no se detenía hasta que cesara de reír.

La cara de trapo, que para ello necesitaba la ayuda de un limón ácido el que exprimía dentro de su boca desnuda y el reflejo del cuerpo hacía el resto del trabajo. El Sr. Ciruela disfrutaba enormemente de esta mueca, era la que lo hacía reír hacia sus afueras. Él no reía un “ji ji ji” o un “jo jo jo” como todos nosotros, más buen era como un “phf phf phhh”.

Y entre phs y hafs recordaba aquellos tiempos tristes cuando solía tener dientes, aquellos tiempos amargos en que la comida solía ser dura y masticable, en que las sonrisas hipócritas estaban a la orden del día, aquellos días en los que se aplicaba el dicho “como te ves te tratan”. Ahora nada de eso importaba, su trabajo como embotellador en la fábrica de papilla le daba literalmente para comer y algo extra.

Comía papilla, embotellaba frascos, hacía muecas, sonreía a sus adentros y ahorraba el tiempo y el dinero que le sobrara para una vez al mes efectuar el mismo ritual (no el de las muecas ese lo hacia diario, hablo de otro ritual que explicaré más adelante). Ese ritual que lo mantenía cerca, pero no tan cerca de su pasado y que lo convencería por el resto el mes de que había tomado una buena decisión.

Así, tomaba una vez más en su mano derecha, las pinzas que algún día lo liberaron de su melancolía, en su mano izquierda estaba el saco en donde guardaba su tesoro, su secreto. Sacaba uno a uno aquellos bloques blancos como perlas y los limpiaba minuciosamente, probando su brillantes sosteniéndolos en lo alto con las pinzas y cerrando un ojo. Devolviéndolos de nuevo al saco los contaba uno a uno, con cuidado. Pensando “Una cosa es perder la dentadura, que no es tan grave, pero no podría soportar perder ni uno solo de mis dientes”.




FIN